ESCUELA
RURAL
De: "LOS CAMPOS,
LOS PUEBLOS, LOS NIÑOS"
Maestro Luis Neira
La
escuela era una vieja casona, cerca de la carretera. A lo lejos se
veían, desperdigadas por campos y sembradíos, las clásicas
viviendas campesinas.
Los
alumnos, seríamos unos veinticinco o treinta muchachos y muchachas
de distintas edades, pelos y tamaños, que ocupábamos el único
salón de clase.
El
maestro, un hombre serio y dulce nos recibía en la puerta de la
vieja casona.
A
media mañana empezaba el bullicio en el patio de tierra de la
escuela, llegábamos con las zapatillas mojadas por el rocío, las
narices frías y la cara roja.
Algunos
llegábamos caminando a campo traviesa, otros en un caballo manso y
lerdón de tantos años y tanto niños en que pasaron por su lomo,
otros enancados con el padre o algún hermano mayor, y algunos en
bicicleta.
Muy
pocos llegaban en el ómnibus de línea, eran los menos, simplemente
porque el viejo vehículo sólo pasaba dos veces al día.
Mi
casa, un rancho del otro lado de la vía férrea, cerca del arroyo
era la más próxima del vecindario, en el recorrido hacia la
escuela. Yo esperaba a otros muchachos que venían de más lejos para
seguir juntos el último trecho.
De
allá venían los Cabrera, una familia de muchos hermanos. Los padres
eran chacareros, que cultivaban boniatos, maíz, zapallos y sandías,
junto a un hermoso plantío de naranjos.
El
padre, la madre, los hermanos y hermanas, todos trabajaban en la
chacra, especialmente en época de zafra.
De
más cerca venían los Lapido, flaquitos y de voz chillona que, con
su padre enfermo, hacían lo imposible por sacarle provecho a una
tierra chica por la que avanzaban el yuyal y las chircas, ramoneados
por unos chivos ariscos.
De
ese lado venían los Echeverría, también chacareros, que en un
amplio potrero criaban ovejas y algunas vacas lecheras, cuyo producto
vendían en el pueblo cercano.
Para
llegar a la escuela teníamos que atravesar dos potreros. Al
trasponer el segundo
alambrado
desembocábamos en una isleta de talas donde nos entreteníamos
trepando a los árboles, buscando nidos y observado asombrados los
huevos de distintos colores que encontrábamos.
A
veces volvíamos con la sorpresa de haber encontrado en el campo, los
moteados huevos de tero, los oscuros huevos de perdiz o los
gigantescos huevos de ñandú que las madres o las abuelas darían
destino en la cocina.
Un
arroyito se interponía luego entre nosotros y la escuela, para
cruzarlo sin mojarnos saltábamos de una piedra a otra. Si estaba
crecido pasábamos haciendo equilibrio sobre un grueso tronco que
hacía de puente.
Ahora
desembocábamos en un callejón de terrosas barrancas. A la distancia
se veían los árboles que rodeaban la escuela.
Cien
metros más y ya estábamos confundidos con el resto de las túnicas,
jugando a la
mancha,
a la rayuela o a los matreros en el patio de la escuela.
Normalmente
ese recorrido no podía llevarnos más de quince o veinte minutos,
pero para nosotros el campo ofrecía tantas sorpresas que demorábamos
casi una hora en llegar.
Esas
tardanzas y otras pillerías fueron causa de algunas penitencias y
muchos rezongos.
Luego de mucho trabajo de lectura con el texto , los alumnos realizaron dibujos, interpretándolo.
Aca vemos una muestra de ellos:
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